MALA SIEMBRA de Rafael Rubio[1]
“¡Señor,
cómo nos zumba la miseria!
Hay luz,
pero no alcanza para el año.
Apenas
queda gallo en el granero
y no hay
gallina para el pobre gallo.
¿Solo para
los muertos es la tierra?...”
Este poema que cierra dicha
antología es justamente el que anunció tres años antes, e inaugura hoy la primera
parte de textos poéticos que leemos en Mala
Siembra, estructurado en ocho secciones que construyen un discurso lírico
que se extrañaba en la poesía chilena actual, ya sea por su original visión
crítica, como por su depurada forma expresiva, que ya Rubio venía entregándonos
desde sus primeros poemas. Basta recordar cómo nos sorprendieron, y en algunos
casos aprendimos de tanto degustarlos, su Autorretrato,
Los Trigales, Elogio a la Cerveza
o sus conmovedoras elegías en Luz Rabiosa.
Por eso no es de extrañar que hoy su nuevo libro de poemas traiga consigo la
voz de un estilo maduro, preciso, sentenciador y ansioso de enfrentar el modo
en que el hombre convive con su naturaleza, su entorno inmediato y su fe en
tiempos de la archimodernidad. Un
mundo al que se opta verlo, preferentemente, desde la sextina, la estrofa
sáfica, la lira, el soneto, como si dichas composiciones poéticas (“edificios
que ya no habita nadie” o “sobras del festín”) no fueran sino tomar de la mano
lo mejor de la tradición poética de la España del siglo de oro para hablar del hombre y
la mujer de hoy con sus contradicciones permanentes que los ciegan, en un acto
creativo de fidelidad y coherencia con opciones estéticas que, al decir del
poeta Carlos Germán Belli en su prólogo a la obra, van contra la corriente,
pues “estamos, en el presente, en las antípodas del poema libérrimo”. Quizá
excesivamente más lejos de la naturaleza primitiva del verdadero canto poético,
como si solamente nos quedaran algunas imágenes sueltas, muchas veces
prosaicas, alejadas de todo núcleo o contacto vital con el poema.
Desde la primera parte, La queja, se empieza a presentir la
caída de semillas poderosas que estimulan el exhorto a Dios y el habla de una
queja creciente que recuerda lo telúrico y desgarrador de otras poéticas nobles
como las de Darío, Mistral, Pezoa Véliz, De Rokha, Anguita o Rosenmann-Taub: la
posición del hombre frente a una vida falseada; agobiado por el miedo, la
avaricia, la incomprensión, el fastidio, la pobreza espiritual, la carencia de
mundo interior, los conflictos internos, la indiferencia, la injusticia; y
agobiado hasta por Dios, de quien se espera el trueno que arrase con todo. La
sentencia será que, tras el término de un modo de vivir y de pensar la
existencia sobrevendrá el arranque de nuevos días, aunque “nunca hubo otra casa
que la muerte”; pese a lo cual el hablante lírico insiste hacia el final: “¡Yo
quiero estar naciendo siempre, siempre!”.
Son variados y conmovedores los
versos que sentencian estas realidades. A cada paso el hablante lírico,
personificado después como el calmo pastor Títiro de la égloga virgiliana, se
detiene para manifestar lo repugnante del escenario social en el que interactúan
la “muerte viva” del hombre cosnciente a quien se le ha confiscado su tierra y
aquel que es inconsciente, es decir, sin interés alguno por cultivar una conciencia
personal y colectiva, además del desprecio que atrae el desdén por el otro,
como si este no existiera: “Dichoso el pobre, que es apenas una sombra/ y más
el rotosiento, porque ese ya no siente” (Consuelo:
a partir de Lo Fatal de Rubén Darío). De ahí el clamor del rayo para que
zumbe el trueno e intervenga la divinidad para cambiar el estado de dichas
condiciones repudiadas por la voz poética que, en Renuncia, reconoce: “Más que diez siembras valen cuatro huesos de
un muerto. / Diez hambrientos no valen lo que nos vale el rayo”. Es tanta su
necesidad de denunciar la realidad que, por ejemplo, alude al enfermo en Sala de hospital y lo contrapone en una
perfecta ilación al poema siguiente: La
hospitalidad. Enuncia en el primero: “Se ha agravado la luz y no hay
remedio. / ¡El silencio es una sábana blanca/ sostenida en el aire por los
ojos”. Asimismo, en su afán de asumir desde lo lírico lo impactante de los
hechos, escribe el poeta desde la conmoción del incendio de la cárcel de San
Miguel en El incendio:
“Danos la
muerte, Señor.
Danos la venia
del fuego.
Que allá va el
encerrador
y acá queda el
carnicero”.
La práctica de escritura poética
medida sujeta a la tradición –tan menospreciada o evadida por el poeta sin
oficio que suele recluirla a una suerte de práctica anquilosada o antojo nostálgico-
es muestra de dominio y oficio del poeta, pues lo obliga a la contención del
decir creativo que sigue un ritmo interno, capaz de la musicalidad y de la
expresión sonora y cantante del verso. Tal condición se hace viva, latente y
característica en los poemas que articulan un territorio lírico donde el cuerpo
textual orgánico dialoga con su inmediatez, su entorno afectivo, su crítica y
ética del malestar, que despierta con gran fuerza expresiva la queja velada o
manifiesta con que el hablante lírico se expresa en torno a la injusticia, los
abusos y la indolencia. Es por ello que abundan recursos retóricos de gran
belleza auditiva como las aliteraciones, las anáforas y las reiteraciones: “¡Y
el hambre le da su sombra/al hombre de mala siembra!” o “De la cosecha, la
hembra/ vuelve con hambre de sombra!”, porque
es “¡Mala cosa, Señor, mala cosecha!” que aquello que ha nacido para ser
no sea finalmente: “Da la fuente su agua, pero el agua/ no cría los corderos”.
Así, a medida de que el recorrido va
espesando los mensajes, el hablante avanza con preguntas hasta volverse
“Corajudo” cuando son los resultados de las acciones los resultados de un modo
de ser y sentir: “Miedo al relincho, pero no al caballo (…)”, “Miedo al rugido/
pero no al león”. Luego se llega a la
serie “La familia”, en cuyo seno la fiesta es posible, aunque después “escarba
el padre con rencor la tierra” tras la partida del hijo. Pero son dos los
poemas de esta división del libro en donde encontramos lo mejor de Rubio:
Hermana y Elegía a Armando Rubio. Entrañables
y emotivos son los versos octosílabos siguientes:
“¡Hermana, que
estamos negros,
que estamos
negros de pena!
La tierra
parió su musgo
y el musgo
parió a la piedra,
como la vasija
al cántaro,
como el
relincho a la yegua,
¡como la
herida a su látigo,
como al
caballo la rienda!”
Y la reiteración lírica de los
versos que zumban y zumban en la elegía al padre:
“¿Estabas ahí
cuando te pusieron en tu tumba?
¿Estabas ahí
cuando te pusieron en tu tumba?”
Concluye:
¿Estabas ahí
cuando te pusieron
en tu tumba?
¡Dime, padre!”
Entre los elementos concretos que
trazan el universo lírico, se aprecian también, como piezas perfectas de una
constelación de sentido humano, términos cuyas cargas semánticas aluden a la
rabia, la soledad, la muerte, la pérdida y la tristeza como elementos vitales
en los que vive la voz y la conciencia crítica del hablante, sin olvidar el
sentir religioso que lo impulsa.
Es llamativo que algunos de estos
elementos aparezcan con insistencia en los poemas, evidentemente con la
intención de alcanzar coherencia con un poema extenso que va dibujando un
fondo, un boceto donde la realidad ocurre: sopa (sobre todo la que se enfría),
gallo, perro, yegua, mosca, moscardón, sangre, padre, hermana, enjambre,
piedra, dientes, sin disminuir la intensidad con que son dichas o repetidas
como para marcar o indicar la persistencia de los golpes que, como en el gran
Vallejo, “caen fuertes…”y se forman parte del relincho, del grito, del temblor,
de la lengua, pese a que “las piedras no se dejan conmover tan fácilmente”.
La idea de conjunto y la de unidad o
individualidad confrontan en muchas ocasiones el caudal de paradojas o
desarrollo de contrarios con la aparente intención de mostrar lo perdidos que,
como sociedad, estamos:
¡Los enjambres
andan huérfanos
y no hay panal
ni colmena!
Más tarde, el diálogo enriquecedor y
clarificador es con Títiro en Los
discursos. La palabra torna a su realidad y abre posibles salidas, aporta
la comprensión de la invocación inicial. Se oye cómo encara la verdad en El derrumbe:
“Mas, tus
estrofas sáficas, escritas
en horas de
penumbra, son leídas
cual meros
documentos de una época
difícil, pero
digna de memoria.”
En tiempos en que algunos advierten
un distanciamiento de la poesía ante la realidad del hombre actual, Mala Siembra prueba lo contrario al construir
un universo poético en donde la crítica esencial se centra en la miseria y la
pobreza humanas, no solo observadas sino vividas, que alcanzan variadas
connotaciones en tiempos “en que escasea el alma y sobran cuerpos”. Alma que
por lo demás “es patrimonio de los ricos”, aunque “el pobre será rico en su
pobreza”, porque el hombre ha perdido el norte, ha perdido perspectiva, la
cercanía y valoración de lo inmediato y familiar que conviven con lo
trascendente o la necesidad de ello. Regresar a dicho cobijo y a su historia, a
un encuentro real con la divinidad, a estar presente en la vida son las
posibilidades más ciertas que la voz poética de esta obra propone como rescate
o salida a un entorno humano que olvida su tierra donde siembra y ha sido
sembrado, la verdad, la justicia y la fe, tal como se afirma en Plegaria:
¡Dame, Señor,
por fin, tu peñascazo
Antes que me
lo den las emperradas!
Si yo soy
caballo y tú el guascazo
¡Tú eres la
piedra y yo soy la pedrada!
Podemos afirmar, finalmente, que
Rafael Rubio escribe desde siempre, desde la sangre, desde la herencia, desde
la poética suya ancestral que cobra cuerpo textual en el poema. Mala Siembra es muy de tierra y de
verdades para el hombre a quien le falta y sobra todo. Al parecer, despertar tras
el rayo y el trueno es el primer avistamiento de una salida a la indolencia y a
la pérdida, “porque en la sombra el hombre aguza el ojo/ y el ojo azota más que
la pedrada”.
Como vemos, hay mucho por decir
todavía acerca de este valioso poemario que, como toda obra lograda que se
aquilata con el tiempo, irá diciéndonos más acerca de la vida, de nosotros
mismos y de los misterios que nos acompañan, para lo cual la poesía está hecha.
Cristián Basso
Benelli
Santiago,
invierno de 2013
[1] Rubio, Rafael: Mala Siembra. Editorial
Universidad de Valparaíso, 2013, 171 páginas. Edición al cuidado de Ernesto
Pfeiffer Agurto.