23 de octubre de 2020

Pastizales del Espejismo, Obra poética inédita de Samir Nazal




Pastizales del Espejismo

Samir Nazal

Editorial Cuarto Propio

2019

Daniel Pizarro y Cristián Basso (editores)


GENTE SOLA

Samir Nazal

 

La gente que va sola, duerme sola;

el silencio se solaza con ella.

 

A su casa llega sola: no enciende luces.

La sombra osa abrazarla: vecina, se aproxima,

sigilosa: sienta sus blandos huesos

sobre el sofá y rebulle sus rodillas

contra la carne sola. Cruza las manos

la gente sola y accede a su promiscua

sonrisa. A veces, suspira o expectora

brutalmente. Alza la mano remisa

hacia eso.

 

El óleo consagrado de la calle

−consortes espectrales− pluraliza la espera.

Se esfuma el rostro en el espejo, híbrido,

acaso surge. Los retratos acechan

un asequible turno de perfumes.

Refugian los sueños: reflejan flecos,

borlas, tapices, cortinas, balcones,

enredaderas, el esbelto cenit.

 

La espalda de la gente sola es rugosa.

Ancha, comba, recelosa. Muy dura al tacto.

 

La gente sola no muere, queda sola.




Es tiempo de Samir Nazal

 

Íbamos entrando a la calle Nueva York, desde la Alameda, pensando cuán atrasados estábamos en llegar a la Editorial Tiempo Nuevo, cuando Samir se detuvo frente al Bar de la Unión y me dijo:

 

−Aquí siempre viene Jorge Teillier.

 

Algo más cándido que de costumbre, no supe qué responderle. Fue como pasar abruptamente de un estado a otro, en lo voluble de los segundos y en el apremio por llegar pronto a destino. Él, sin pensarlo, se acercó a la puerta, la abrió e inspeccionó el lugar. Su mirada se detuvo con un grito controlado que dirigió hacia mí: “¡Y allí está! ¡Ahí está!”.

 

Situaciones como esta ocurrían con Samir. Lo mágico, lo inesperado y lo poético podían irrumpir a la vez cuando se estaba con él. Nadie que lo haya conocido en profundidad puede sostener lo contrario. Una aventura seguía a otra, una conversación a un silencio reflexivo y de pronto a una carcajada que aturdía el instante, despertando otra vez la charla que podía extenderse incluso hasta el día siguiente, tal era su calidez cuando alguien entraba en su casa y lo conocía.

 

Sin embargo, para cada uno de nosotros existía un Samir diferente: para algunos, era el viejo sabio trasnochador que vociferaba “la fiesta de vivir”, fumaba ansiosamente, bebía pisco solo o vino en caja, reía de buena gana, recordaba, entre sollozos, a los amigos muertos, y preguntaba con verdadero interés por los vivos, a la par que abría páginas de libros para ilustrar la belleza de un párrafo o la fuerza expresiva de un verso que muchas veces a él mismo lo hacía llorar; para otros, era el vendedor de libros que recomendaba un autor desconocido o que el tiempo había dejado en el Purgatorio, es decir, esperando una oportunidad para ser releído, renaciendo en la lectura después de un largo paréntesis de indiferencia. Tras la recomendación, sujeta a las inquietudes del comprador, se sucedía un diálogo del que nacía una amistad entrañable. Otros afirman que era el crítico incorruptible, capaz de no medirse en comentarios reprobatorios o laudatorios ante un texto naciente, sometiéndolo a la poda de la corrección, porque, tal como Samir decía, podía mentir en todo, menos en literatura. Para otros, fue el sustituto de padre ausente, el confidente que aprendía de memoria sus historias personales, de las cuales no olvidaba ningún detalle, incluso habiendo pasado años de la confesión, vivificándolas con una soltura y gracia inigualables. Seguía de cerca las vidas de sus amigos y discípulos. Por esa y otras muchas razones, no era de extrañar que una llamada suya sorprendiera a cualquier hora, acompañada de una invitación o de una escucha que salvara al oyente de un angustioso momento.

 

Fue también consejero amoroso y vocacional. A más de alguno siguió en caprichos y proyectos artísticos, contribuyendo con lucidez y admirable inteligencia creativa, sin mediar reparos, entusiasmado con las nuevas ideas a veces más que el propio interesado. También muchos se conmovieron con su vida, sus categóricos juicios estéticos, políticos y filosóficos, comprobando que en su generosidad de hombre afable y culto habitaba un auténtico artista, cuya claridad mental despejaba dudas, inseguridades y fantasmas. Su compromiso con el otro era total. Repetía en ocasiones que había que “asomarse al pozo del otro”, interesarse por su historia, regresar incluso a su infancia y acogerlo desde la afectividad y la comprensión. Nada más humano que el desprendimiento de Samir y su capacidad de amar a los demás. Para él, que siempre estuvo a favor del reconocimiento de las diferencias de género, las emociones de los demás le eran propias; le provocaban a menudo llanto, júbilo, compasión, preocupación, alarma a ratos, cuando vivir se hacía difícil, alcance que le oíamos justificar parafraseando a partir de la Oda a Walt Whitman de García Lorca: “porque la vida no es ni noble, ni sagrada ni sencilla”.

 

Fue también un fiel “compañero de farras” o, como además lo definió el escritor León Pascal, “almirante vitalicio de la cultura underground santiaguina”, gozador y amante de lo humano. Pero hubo alguno que, sin conocerlo, fabuló samires erróneos para fabular la ambición de su propia obra. Pese a ello, todos forman parte de uno solo, porque la riqueza de un ser humano es prismática, inabordable en un solo boceto.

 

Si tuviera hoy en frente a Samir, aquí, y me preguntara –cosa que dudo− : “A ver, lindura, ¿qué dirías de mí?”, creo que me quedaría en blanco, apenas con un estallido de imágenes, entre las cuales no sabría escoger la primera. Se interpondría la razón, que suele obligarnos a clasificar todo en la tozudez cronológica, tergiversando momentos y declaraciones para lograr la objetividad o la distancia que exigen los incrédulos, amparándose en el falso endiosamiento que nace del impulso emotivo. Quizás me llevaría a los diecisiete años, en 1993, y partiría un relato no exento de cierto tedio, deteniéndome en situaciones que el recuerdo engañoso calificaría como hechos dignos de memoria. Volvería al momento en que le envié con un amigo en común un libro empastado con mis primeros poemas, de letras doradas en la cubierta, escrito completamente en una Underwood de los cuarenta; y partiría, no sin los velos del ego poético adolescente, “un ir y venir de poema inconcluso”. Iría a la fuente, en actitud de ciervo herido, del primer encuentro con el escritor Nazal que, tras su escritorio de ventas en la librería de la galería Venetto de Manuel Montt en la que trabajó unos años, profería juicios severos contra la palabrería que enfermaba a todo poeta joven. En cambio, si dejo atrás la presión del orden lineal del Ab ovo horaciano, intentando captar lo complejo de describirlo, por el rico cromatismo de su personalidad, las palabras podrían ir dando fe de un discurso que, en parte, lo retrataría.

 

Samir hablaba desde el otro, desde aquel o aquella que, por el motivo que fuera, se interponía entre sus ojos verdiclaros, el diván para invitados y la pared de fondo en la que figuraban varias fotografías y escritos de puño y letra que le hacían compañía: una copia del desnudo de Marilyn Monroe eternizado por Keller, un retrato de Rimbaud de 1871, una sonriente Janis Joplin apuntándonos en cada encuentro, diciéndonos “tú y tú, a reír”,  o un retrato del Che Guevara que miraba el collage de enfrente. Las paredes contenían las huellas de sus afectos. Había en ellas manuscritos que declaraban “¡Te quiero Samir!”, “Viejo lindo…”, “¡Viva Samir!”, escritos en la intensidad de la noche o a raíz de la despedida de un entrañable viajero. Se sumaban, además, dibujos suyos de cristos coloridos, fotos de Ramza, de su nieto, sus amigos con edades diversas y un oso de peluche polvoriento que callaba dentro de una caja adosada a la pared y con tristura –expresión muy suya, por lo demás- una infancia presente.

 

Repasaba con cada hijo o hija putativos, fuera o no escritor, la experiencia vital y formadora. Se hacía partícipe de triunfos y fracasos, pero cuando se trataba de él surgía el despiste inmediato o los mitos, retazos de una realidad creada que enriquecía la misma realidad.

 

Visitarlo en su departamento de Toesca, acompañarlo en alguna caminata hacia la plaza Manuel Rodríguez, en el barrio Club Hípico, o llegar hasta el centro de Santiago para participar de alguna presentación de libro, panorama cultural, entrada a un bar o simplemente pasear por las céntricas calles veraniegas daba la sensación de estar hablando o leyendo la vida en algún poema que revivía su privilegiada memoria: cada texto complementaba una situación real, en plena coherencia con el desarrollo de una discusión, en la que a cualquiera hacía sentir que la literatura, más allá de toda incursión crítica, nos acompañaba siempre.

 

“Libre de lo de ayer, jamás haber nacido…” Todavía el recuerdo de su voz profunda recitando este y otros versos de David Rosenmann-Taub tienen plena vigencia para mí. Samir era así en su transparencia poética: compartía preferencias literarias o lecturas del momento como Eliot, Carson Mc Cullers, Houellebecq, Cernuda, Mansfield, Vallejo, Dickinson, Artaud, entre muchos otros, y desde luego la infaltable Mistral. Porque estaba relacionado hasta la médula con un honesto modo de vivir y entender la literatura. Basta revisar esta respuesta que diera a una entrevista realizada por Gustavo del Canto en el diario La Nación, analizando el lenguaje de los jóvenes: “Hay una soltura de lenguaje, una jerga medio obscena, que si bien es parte de nuestra forma de hablar y debe ser utilizada, en estos momentos se ocupa sólo como una forma para llamar la atención. Un pataleo infantil. Cuando este poeta egoísta, individualista y narciso, se asoma a la realidad, sólo puede putearla. Yo no los condeno de ninguna forma. Entiendo que la vida de pronto es tan gris, que es mejor mirar hacia adentro. Sin embargo, creo que no podemos pasarnos todo el tiempo rehuyendo el problema. La literatura es para valientes”.

 

Un verso, para él, alcanzaba su sentido cuando sintonizaba con la vida, sin remilgos, sin afectaciones ni aspavientos intelectuales: “porque viví la vida, no mi vida”, esa era la sentencia de la que debíamos escapar, y asumir que la diversidad define la naturaleza humana y la ennoblece.

 

Como afirmé, para cada visitante, tallerista o escritor nuevo nacía un Samir distinto, aunque todos confluyeran en el mítico personaje que declaraba haber entrado con la Bardot a un teatro en Buenos Aires, o compartido en París inquietudes existencialistas con Sartre, o que tenía hijos con una esposa colombiana. A este respecto, las palabras de Miguel Labarca son certeras e ilustrativas de su juego con lo real: “La novela de Samir fue su vida. Y todos nosotros sus borradores, escuchas y borrones. Samir que me inventó New York y varios hijos; Samir que despertó en Buenos Aires en pelota en un clóset lleno de gente en pelota; Samir que compartió una clase con Cortázar y una ida al teatro con la Bardot; Samir que levitó en su primera comunión; Samir que recuerda una inundación en un pueblo sin río. Samir que alguna vez creyó que yo escribiría algo que valiera la pena”. Lo cierto es que cultivó no solo una imagen mítica con respecto de algunos pasajes de su vida, sino que, en el compromiso que asumía voluntariamente con los demás, compartió una parte suya verdadera, sesgo de su forma de ser atractiva que, desde el primer deslumbramiento, decantaba hacia la confesión de su real experiencia: amores, sufrimientos, soledades, pero sobre todo la alegría de vivir, alejado de las famosas “soberanas latas” que le producían lo majadero y la pedantería.

 

Visionario, lúdico, detallista, hilarante, cercano, incrédulo de las primeras versiones de textos o personas. Inquieto, espontáneo, dignificó el oficio de escritor, le dio cuerpo presente a la entrega total por la escritura. Se mantuvo al margen de la figuración pública, fue generoso con su inteligencia y su palabra, defendió ideales y sufrió con la injusticia, la escasez de oportunidades, las anulaciones del otro y la pobreza de muchos. Se condolió de las víctimas del Golpe Militar, siguió de cerca la postergación y angustia de quienes vivieron con VIH en los noventa; lo enrabió el empoderamiento de la seudocultura manipulada por grupos de poder; se desprendió de partidos y creencias superfluas: optó por la poesía y por lo humano. Logró abstraerse del empobrecimiento de su época, confió en las nuevas generaciones; sobrevivió al suicidio, a la autodestrucción. Concitó a jóvenes, rescató a poetas perdidos. No esperó retribuciones más que un abrazo y una escritura vinculada con la vida. Sin lucimientos, compartió lo que sabía. No publicó, pero tampoco se deshizo de su obra. Estaba allí, manuscrita y mecanografiada, pero estaba ahí, ante nuestros ojos, ante nuestro asombro, nuestra boca en blanco que tardó unos minutos en convencerse de que Samir Nazal no se olvidó de nadie. Su obra inédita parece decirnos: “Aquí estoy yo, no me he marchado”.

 

Cristián Basso Benelli 

Santiago de Chile, enero de 2014.